cuentos de los días sumergibles


Cuando Louis se volvió para mirar la calle desde la vidrera, su compañera lo tomó como el espacio necesario para pronunciar aquella pregunta que le rondaba:
-Entonces, ¿viste a Sonia?
La miró fugazmente y aspiró con profundidad su cigarrillo como un impulso.
-Sí -respondió.
Ella le observaba con una mirada expectante y fina, esa mirada que cercaba el trueno, la mirada silenciosa que preludia el desastre.
-¿Qué quieres saber?
-No hagas preguntas estúpidas -le repuso.
-Sí, estuve con ella. Mira, ya sé lo que me vas a decir.
-Os acostásteis.
Louis volvió a impulsarse, esta vez cerrando la mirada detrás del humo que exhalaba, inventando una figura.
-Sí.
-Eso ya lo sabía. Y qué más.
Su compañero sopló gravemente con un gesto que más que describir la densidad de todo aquello, relataba el temor que soportaba con la encrucijada.
-Sólo fue sexo y calidez, Eva, y algo de memoria, si te soy sincero.
-Eso es todo.
-Así es.
Ella se levantó. Los pulmones de Louis se encogían al tiempo que giraba la cabeza para contemplarla alzándose frente a él. Esperaba lo que, sabía, era inevitable. La escena inconfundible y rotunda. No obstante, aquella mujer de ojos oscuros se inclinó hacia él y rozando sus labios en la mejilla del chico le dijo suavemente:
-Ahora voy a irme. Mañana te diré qué ha sucedido.
Le besó y salió de la cafetería regiamente, Eva la pantera. Louis la siguió con la mirada hasta tropezarse poco después con la de una señora de rostro amargo que le miraba a él.
-Estábamos ensayando -le dijo retomando su café-. Teatro, señora, no hay nada tan real -y llevó la pequeña taza hasta su boca.

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