cuentos de los días sumergibles


Proporciones

¿Qué hay ahí afuera? ¿Dónde pongo yo el alma? ¿La meto en el horno a falta de otros tesoros? La ciudad está llena de cavidades, por supuesto. En una sola calle cuento seis o siete hadas madrinas que podrían custodiarla entre sus tangas, pero esa no es la respuesta. Ni echarla de patitas a las calles de París lo es, al menos por ahora. Ni siquiera meterme el brazo por la boca y revolver hasta encontrar un orden.
Últimamente como sin comer, cuando el hambre me abrasa y no me queda más remedio. Por lo mismo escribo y por lo mismo me echo a dormir. Sólo lo necesario, y siento que no eres tú ni nadie ni nada más lo que me patea el trasero, sino algo mucho más fuerte y simple que me contrae y me vuela los párpados en pedazos, me eriza el cuerpo y me pide un alivio, y una vez satisfecho, sólo queda respirar en paz.
No es bueno, nada bueno que me levante agotado de estas noches de porros y de canciones y de estrellas caídas, disfrutar del agua y meterme luego en esa comitiva de hojalata que es el tren, vigilando que al salir no vengan los fofos a pedirme el billete. Y después subir a trabajar y todo eso. Sin una sola ventana cerca porque de ser así más de uno saltaría abajo.
Ando cada día de túnel en túnel, privado de luz y pegado a un agujero muy fino abierto con los dedos. Lo diré de otra forma; cada día ando viajando por el recto de Dios como una lombriz milagrosa. Voy directo a su cerebro caduco para mordisquearlo. La única manera de salvarse es arrastrarse en la mierda y cruzar un buen trecho hasta la salida. Y ahí, ahí chicas y chicos, está el edén.
Ya lo he dicho. Lo único que quiero es el Sol, uno enorme bajo un cielo rotundo y azul, donde mover la cola en paz. Y tal vez, vaya a buscarlo.

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