George Meliès en el pupitre de trabajo
21 abril 2008
Ahí tenemos al pequeño embaucador, soportando sobre los codos todo el peso de su cuerpo, quieto y fatigdo y torpe. De vez en cuando levanta una mano para rascarse la cabeza. Podrían imaginarse a un chimpancé que arquea sus largos dedos rodeando el cráneo entero, el placer que le da aposándose sobre los párpados que caen de gusto como el final de un café, la boca abierta vastamente porque la gravedad actúa pesada sobre todos sus miembros, una imagen de sopor, de tiempo estancado en el pantano.
Así se ha sentado pues el jovencito, doblando la vista y balanceándose de sueño, como si a cada minuto se nutriera un poco más su aburrimiento negro y espeso, su aburrimiento que es una masa negra llevada por hipopótamos, su aburrimiento mezcla de anestesia y miopía, con ese compás de miocardio al que la pereza ha sedado con opio, fervor sedentario y estropeado.
El jovencito solo puede presenciar así un desfile de animales cansados que sostienen bandejas de plata y se apoyan en el interior de sus pupilas, echándole más que a la cara el humo de sus cigarrillos, y algo que no acierta a imaginar siquiera se columpia en el bulbo raquídeo, allí donde todo el equeleto recibe un estremecimiento aparatoso, temblor que apiña todas y cada una de sus vértebras inflexibles y plúmbeas.
Al pequeño comienza a caérsele entonces la cabeza que hasta ahora se apoyaba enteramente sobre una mano y ésta en la barbilla, recordando aquellos bastones acabados en u de los cuadros de Dalí, aguantando caras líquidas e hipnotizadas. Y sucede también despacio el compás de su reloj, aunque ya haya empezado a olvidarlo, como esa voz melosa que una concentración férrea e interesada consigue hacer desparecer a pesar de que ahora sea al revés y esa voz sea la rebelada y el sueño que le precede lo que acaba humillantemente con la concreción de todo lo que tiene delante, haciendo del infante embaucador una vaga idea cuya parte trasera calienta una silla que ahora ya no importa a nadie.
El tiempo y el sueño se han tomado de la mano y acuden juntos a la sala de ejecuciones, portando almohadas, miel y luces alógenas, y el jovencito embaucador cae seducido como si al simpático e inmóvil Oblomov le hubieran inyectado un calmante para caballos de velódromo, resbalando lentamente sobre sus codos hasta quedar definitivamente acostado sobre la mesa y la luz del monitor alumbrándole la coronilla que se aparece pálida en el laberinto desquiciado de la oficina.
Los ojos del pequeño embaucador se han cerrado, sus muñecas han quedado débiles, sus rodillas no sostienen absolutamente nada y el chico nace y nada y desfila en un océano tétrico de letargos acuosos y dulces y tediosos, profundamente tediosos, donde el aire pesa como el final de una pesadilla que espera al final del día para romperse en pedazos en cuanto vea el sol, ese sueño vampírico, ese coma de oficinista rendido al que cuanto rodea le parece no más que la punta de un iceberg hecho de desidia y de obligación. Hasta que ya se puede marchar, dispuesto a ganarle al día todo lo que esa oficina, secreta tortura de bufones, le ha robado.
Ring.
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Así se ha sentado pues el jovencito, doblando la vista y balanceándose de sueño, como si a cada minuto se nutriera un poco más su aburrimiento negro y espeso, su aburrimiento que es una masa negra llevada por hipopótamos, su aburrimiento mezcla de anestesia y miopía, con ese compás de miocardio al que la pereza ha sedado con opio, fervor sedentario y estropeado.
El jovencito solo puede presenciar así un desfile de animales cansados que sostienen bandejas de plata y se apoyan en el interior de sus pupilas, echándole más que a la cara el humo de sus cigarrillos, y algo que no acierta a imaginar siquiera se columpia en el bulbo raquídeo, allí donde todo el equeleto recibe un estremecimiento aparatoso, temblor que apiña todas y cada una de sus vértebras inflexibles y plúmbeas.
Al pequeño comienza a caérsele entonces la cabeza que hasta ahora se apoyaba enteramente sobre una mano y ésta en la barbilla, recordando aquellos bastones acabados en u de los cuadros de Dalí, aguantando caras líquidas e hipnotizadas. Y sucede también despacio el compás de su reloj, aunque ya haya empezado a olvidarlo, como esa voz melosa que una concentración férrea e interesada consigue hacer desparecer a pesar de que ahora sea al revés y esa voz sea la rebelada y el sueño que le precede lo que acaba humillantemente con la concreción de todo lo que tiene delante, haciendo del infante embaucador una vaga idea cuya parte trasera calienta una silla que ahora ya no importa a nadie.
El tiempo y el sueño se han tomado de la mano y acuden juntos a la sala de ejecuciones, portando almohadas, miel y luces alógenas, y el jovencito embaucador cae seducido como si al simpático e inmóvil Oblomov le hubieran inyectado un calmante para caballos de velódromo, resbalando lentamente sobre sus codos hasta quedar definitivamente acostado sobre la mesa y la luz del monitor alumbrándole la coronilla que se aparece pálida en el laberinto desquiciado de la oficina.
Los ojos del pequeño embaucador se han cerrado, sus muñecas han quedado débiles, sus rodillas no sostienen absolutamente nada y el chico nace y nada y desfila en un océano tétrico de letargos acuosos y dulces y tediosos, profundamente tediosos, donde el aire pesa como el final de una pesadilla que espera al final del día para romperse en pedazos en cuanto vea el sol, ese sueño vampírico, ese coma de oficinista rendido al que cuanto rodea le parece no más que la punta de un iceberg hecho de desidia y de obligación. Hasta que ya se puede marchar, dispuesto a ganarle al día todo lo que esa oficina, secreta tortura de bufones, le ha robado.
Ring.