cuentos de los días sumergibles


Milos espera el momento de abandonar su furgoneta.
Él, que sabe de su dificultad con los momentos cuya tensión, como un
nervio usado hasta el extremo, le agota, suspira para que llegue la hora
de abandonar su puesto.
Mira contínuamente el reloj en su muñeca, después desvía la vista hacia cualquier detalle sin atender a nada, siempre girando, siempre esperando.
Milos avanza las rodillas y comienza un temblor, mueve las piernas, compone una vibración intensa que sacude todo su cuerpo.
Estamos ante un tipo nervioso, un hombre que presenta
una urgencia desesperada, un hombre que sólo pudiera despertar con una
noticia desagradable.
Milos mira su teléfono, mira el reloj en su muñeca, se muerde el labio.
Pero a partir de un instante Milos obviará toda su desesperada prisa, justo en el instante en que una joven dobla la esquina del edificio que vigilaba y sus miradas se descubren, se agarran la una a la otra.
Milos sigue el movimiento de la muchacha y ella observa a Milos sin detenerse.
Ignoran si son enemigos o viven en el mismo lado del infierno. Si hubiera un francotirador en alguno de los balcones que les sitúan sobre el escenario móvil de esa guerra, seguro habría podido acabar con los dos de un sólo disparo.
Pronto la chica pasa por su lado y ambos tienen vuelta la cabeza hacia el otro. Niguno busca un sólo gesto.
Entre Milos y la chica hay una línea horizontal que desvanece todo lo que les rodea.
La chica abre entonces fuertemente los ojos, parece esperar algo de Milos, algo como una pregunta que Milos no llega a averiguar.
De repente recuerda por qué está allí cuando alguien surge de la sombra del edificio agarrando la cabeza de la muchacha y tapándole la boca para que no grite. Ella forcejea pero el otro es mucho más fuerte y se la lleva al corazón del
misterio.
Milos salta del vehículo y corre hacia ella pero un silbido atraviesa su pie derecho, cae al suelo y ve cómo sangra su bota.
Grita, estalla en quejidos como un marrano asustado.
Observa a su alrededor y no encuentra a la chica, tampoco a los compañeros que podrían protegerle.
No sabe adónde puede arrastrarse, no coincibe ningún lugar seguro excepto la furgoneta de la que se ha escapado y que ahora queda demasiado lejos.
Pero no sucede nada.
Milos está quieto, no se mueve. Se pregunta incluso si no será su destruida paz lo que provoca esos sueños extremadamente reales, pero el dolor es insuperable.
El sol calienta su nuca, tiene la lengua sobre el alquitrán de la calle.
El terror de Milos está aplastado sobre el asfalto de una calle que ha recogido el paso de tanques y de orquestas, una calle que tanto fue la alfombra de felices desfiles como la vía por la que condujeron los cuerpos inertes hasta las fosas.
El pavimento está agrietado, hay balas incrustadas y al final de la carretera, Milos alcanza a ver los restos acartonados de un cadáver.
Pero no sucede nada, sólo el silencio que permanece, el fétido aliento que precede a la muerte.
Han pasado unas horas. Milos ha desfallecido. Cuando abre los ojos, el sol ha cambiado su luz. El cielo parece albergar la ceniza de los desaparecidos.
Milos se reincorpora. Le lleva unos minutos el lento proceso de alzarse con una herida fría en el pie. Posiblemente pierda su extremidad. Este miedo le hace tropezar. Las rodillas estallan contra el suelo y Milos intenta no aullar de dolor.
De nuevo el lento proceso de ponerse en pie.
Mira a su alrededor sin advertir un solo movimiento. Cree estar a solas e intenta caminar hasta la furgoneta. Pero un golpe seco, un furioso mordisco surgido del silencio, impacta sobre sus rodillas y Milos cae al suelo. Escucha cómo algo en él que no acierta a localizar se parte. Crack.
Milos intenta alejarse, se arrastra sobre el suelo, hinca las uñas en la carretera y restriega su boca por el pavimento, pero alguien patea su cabeza. Ahora tiene la boca ensangrentada, escupe restos espesos de sus encías.
Milos intenta volverse para ver a su agresor pero éste vuelve a pisarle el cráneo contra el asfalto, dejándolo inmovilizado. Éste escupe y Milos siente la saliva caliente resbalando por su oreja.

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