cuentos de los días sumergibles


Desterrado en el Sur

Estoy en una habitación pequeña con una ventana que da al patio de luces. He tapado con una toalla el espejo que hay sobre la pica en una de las esquinas. Me he fumado ya tres porros. Tengo abierta una botella de rioja, crianza de 2001, que me ha costado cinco treinta en una bodega de Santa Teresa. He convocado a todos los demonios y el pulso comienza a subir. Espero mi hora. Cuando el cuerpo ya esté rugiendo, y la noche caiga sobre los naranjos, y las mujeres saquen a pasear, tan generosas, sus muslos por la calle, y cuando empiecen a ladrar los perros que se perdieron, y deje de sonar la ducha al final del pasillo, y se apaguen los pasos, los párpados, las luces, entonces saldré a masticar mi alma, dejaré chorrear las nínfulas y las palabras y los duendes con sogas amarillas, y aullaré para abrir la voz, a un portero, a un cartel, a unos tacones, qué más da, y podré comunicarme, y la muerte ya no será una carga tan secreta, y la ausencia con la que me visto es sólo decreto de mi puta gana. Qué os voy a decir, amigos, a cada uno sus placeres. Sólo hay que ponerse a prueba.

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