cuentos de los días sumergibles


Momentánea

pues bien, es tarde
toda la luz de la calle entra en el salón
una línea amarilla hecha de linternas y persianas bajadas
de una calle en Barcelona donde la hora viene marcada por el camión de la basura
y las voces de fondo
y digo que es tarde
aunque podría decir también que es profundo
como podría decir que algo en ti me huele más a miedo que a cortesía
no sé bien por qué fingimos pero lo hacemos
por eso digo que es tarde
porque tú lo hubieras dicho antes mirando el reloj
buscando tus zapatos y pensando en cómo irías a marcharte
por dónde empezarías tu abrazo
cuándo le darías una sonrisa a la boca que se acerca rápidamente a ti
tal vez incluso calculases tu respuesta a una presión imprevista
en el trasero
estoy seguro de que no me levantarías la mano–
y a veces hasta lo has esperado
pero tomas las decisiones para siempre
eso quieres decir con la astrología y la música que pones
en tu blog
y en todas las paredes que te vas encontrando
pero el amor es esto: algo que no se esconde del sol
aunque sea enfermizamente pálido

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Ahí tenemos al pequeño embaucador, soportando sobre los codos todo el peso de su cuerpo, quieto y fatigdo y torpe. De vez en cuando levanta una mano para rascarse la cabeza. Podrían imaginarse a un chimpancé que arquea sus largos dedos rodeando el cráneo entero, el placer que le da aposándose sobre los párpados que caen de gusto como el final de un café, la boca abierta vastamente porque la gravedad actúa pesada sobre todos sus miembros, una imagen de sopor, de tiempo estancado en el pantano.

Así se ha sentado pues el jovencito, doblando la vista y balanceándose de sueño, como si a cada minuto se nutriera un poco más su aburrimiento negro y espeso, su aburrimiento que es una masa negra llevada por hipopótamos, su aburrimiento mezcla de anestesia y miopía, con ese compás de miocardio al que la pereza ha sedado con opio, fervor sedentario y estropeado.

El jovencito solo puede presenciar así un desfile de animales cansados que sostienen bandejas de plata y se apoyan en el interior de sus pupilas, echándole más que a la cara el humo de sus cigarrillos, y algo que no acierta a imaginar siquiera se columpia en el bulbo raquídeo, allí donde todo el equeleto recibe un estremecimiento aparatoso, temblor que apiña todas y cada una de sus vértebras inflexibles y plúmbeas.

Al pequeño comienza a caérsele entonces la cabeza que hasta ahora se apoyaba enteramente sobre una mano y ésta en la barbilla, recordando aquellos bastones acabados en u de los cuadros de Dalí, aguantando caras líquidas e hipnotizadas. Y sucede también despacio el compás de su reloj, aunque ya haya empezado a olvidarlo, como esa voz melosa que una concentración férrea e interesada consigue hacer desparecer a pesar de que ahora sea al revés y esa voz sea la rebelada y el sueño que le precede lo que acaba humillantemente con la concreción de todo lo que tiene delante, haciendo del infante embaucador una vaga idea cuya parte trasera calienta una silla que ahora ya no importa a nadie.

El tiempo y el sueño se han tomado de la mano y acuden juntos a la sala de ejecuciones, portando almohadas, miel y luces alógenas, y el jovencito embaucador cae seducido como si al simpático e inmóvil Oblomov le hubieran inyectado un calmante para caballos de velódromo, resbalando lentamente sobre sus codos hasta quedar definitivamente acostado sobre la mesa y la luz del monitor alumbrándole la coronilla que se aparece pálida en el laberinto desquiciado de la oficina.

Los ojos del pequeño embaucador se han cerrado, sus muñecas han quedado débiles, sus rodillas no sostienen absolutamente nada y el chico nace y nada y desfila en un océano tétrico de letargos acuosos y dulces y tediosos, profundamente tediosos, donde el aire pesa como el final de una pesadilla que espera al final del día para romperse en pedazos en cuanto vea el sol, ese sueño vampírico, ese coma de oficinista rendido al que cuanto rodea le parece no más que la punta de un iceberg hecho de desidia y de obligación. Hasta que ya se puede marchar, dispuesto a ganarle al día todo lo que esa oficina, secreta tortura de bufones, le ha robado.

Ring.

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Si la tarde llueve

El chico se acerca a la chica. Ella prepara una comanda detrás de la barra y a él le preocupa que el bar esté concurrido.
¿Te importa si te pago el café otro día?, dice con voz queda.
Ella le sonríe. Por supuesto que no, le dice. Luego se agacha para tomar unos vasos.
El chico se apoya sobre el tablón de madera, a la altura del pecho.
¿Te están pasando cosas buenas últimamente?, le pregunta.
Ella se vuelve sorprendida.
No. ¿Por qué?, acierta a decir.
Estás como más linda.
La chica vacila extrañada.
Gracias, dice.
El chico le sonríe.
Hasta luego.
Chau.

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Cinco jugadores

gnomos con puros y gemelos en los puños
narices de borracho
pantalones fucsia con tramas de estrellas
sobre la mesa una partida interminable en la que un niño
trata de sacarle el ojo a Polifemo

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Día de Metta

he sido transitado por las hormigas de la felicidad
y asediado por el descarado azote de una miseria extraña
he vivido de la caridad y de la pervertida realidad de un monstruo
llamado mente
ceñido a mordiscos sucios por una broma hecha de ciencia y de cabaret
una casa cruel y fantástica
ahora es lunes y he vuelto a la ciudad
soy un aprendiz de equilibrista dándote la mano
soy la gaviota que sortea en los terrados las antenas de televisión
sólo sé que hay amor incluso en las nubes más negras
simplemente lo sé
y eso es todo
y digo todo porque no hay nada más que esto:
es lunes y han desaparecido las trampas

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