cuentos de los días sumergibles


Danza macabra

Podría estrellarme en la autopista y podría ser asaltado con cuchillos. Podría también caer por la escalera o acabar con los pulmones deshechos. Podrían contagiarme cualquier cosa y podría perecer en un incendio. Podría, tal vez, desarrollar un tumor o un idiota armado podría confundirme con otro. Podría demolerme una hepatitis o resbalar en la bañera. Podría complicarse una nefritis, una úlcera, la septicemia. Podría liquidarme una neumonía. Podría quizá demostrar tendencias suicidas o devorarme un cáncer. Podría pararse mi corazón por exceso. Podría reventarme una cirrosis o ahogarme en las playas. Podría ser atropellado al salir del supermercado o de una biblioteca. Podría entregarme a la heroína. Podría ser que pagara yo el mal día del anestesista. Podría arrodillarme la tuberculosis o babear sobre mis piernas por un golpe en la cabeza.

El azar no toma consideraciones. La carta siguiente puede ser siempre la última que juegas.

Entonces dicen mañana, pero eso no existe.

Todo puede devenir la última vez o venir como la primera. No nos cruzan leyes perceptibles. No hay principios invulnerables. A cada minuto el mundo se convierte en otro. Vivimos en un enigma.
¿Creéis acaso que vuestras decisiones pueden cambiar el estado de cosas, pueden marcar una evolución, siquiera la propia? Las suertes están echadas. Nuestras elecciones no son más que una opción menos. No hay caminos equivocados ni correctos. No podemos incidir en el porvenir. Somos demasiado pequeños, ridículos, para la enorme música de la naturaleza.
Escribió Yeats que todos los hombres bailaban conducidos al bárbaro clamor de un gong. Somos arrastrados por un ritmo salvaje, un compás atroz e irracional, por una palpitación superior, universal.
Pero existe otra música, una melodía oscura y furiosa que desgarra los intestinos con sus pinzadas de reloj, una música interna, individual. Y ese gong es el contrapunto. La habilidad de sostener las dos melodías en un mismo plano; el equilibrio, lo que en música se llama la armonía.
Por eso aunque me revienten las venas, aunque me frecuenten los gusanos, aunque me asome a la locura, a la perversidad o al castigo. A pesar del triunfo y del fracaso, obviando ser querido o repudiado, bailaré a placer hasta que algo más que humano me detenga.
No tengo dirección ni trayecto ni me interesa. No sé dónde estaré mañana, qué pensaré después, ni siquiera si podré despertar.
No voy a dejar este baile por relativo que sea. Es más, me divierte.
Viciosa ruleta.

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