cuentos de los días sumergibles


Erwin Olaf


El inspector Gosinsky se había encendido un cigarrillo cuando el becario llegó agitadamente a su mesa. Aquel le miró fijamente, esperando a que dejara de jadear y hablara de una vez.
––Han encontrado al Hombre Gris, señor ––dijo el chico con esfuerzo. ––Muerto.
Gosinsky estalló el cigarrillo contra el cenicero de cristal y permaneció quieto unos segundos mirando cómo se ahogaba la brasa.
––Está bien, ¿dónde lo encontraron? ––preguntó al tiempo que se levantaba de la silla y se asentaba la chaqueta.
––En un departamento de la avenida Praimovich. Hará unos veinte minutos.
––Por todos los diablos, Pawel ––exclamó el intendente. ––¿Y has tardado todo ese tiempo en hacérmelo saber? No sé para qué te pagan.
El inspector tomó entonces su portafolios del primer cajón y se abotonó el sobretodo.
––¿Qué hago ahora, señor? ––instó el becario azorado y encogido.
––Quédate aquí. Es posible que debas preparar la documentación.
Pawel, erguido frente a él, se rascó la cabeza como un chimpancé esperando a que marchara el superior.
––Otra cosa, Pawel ––dispuso Gosinsky antes de cerrar la puerta––: a partir de ahora este asunto es prioritario. Archiva los demás expedientes y envíalos a la segunda planta. ¿Entendido?
––Sí, señor.
Y fue de esta manera como Román Gosinsky, investigador criminalista de la administración, iniciaría su ingreso en los Acechadores, lugar que le correspondería por méritos propios.
Pero, ¿quién era el Hombre Gris?


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