El festival
23 septiembre 2005Retrocederemos a otra época.
Vayan sentándose en sus localidades, la función empezará en breve.
Tras un momento, comienzan a desvanecerse las luces. Es la muerte de las luciérnagas. A vuestra derecha unas toses, murmullos y, finalmente, silencio.
La oscuridad.
Súbitamente estallan unas trompetas sonando por encima de todos, chirriando sobre las cabezas como un coche patina sobre el asfalto. Pronto vuestra respiración comienza a helarse. Ya se escuchan resuellos y el trémulo aliento de la expectación. Y entonces, se hacen las luces.
Tambores, bombos, panderetas, clarinetes. Triángulos y platillos vibrando en la blancura. Se acerca el trombón. La luz es sofocante. El suelo palpita con los compases violentos y desordenados. Un oboe pasea su comparsa fúnebre y como un cuerpo muerto caen otra vez timbales, gongos, xilófonos y un estruendo abismal del que nace un sonido agudo alzándose hasta lo imposible. Casi parece un cortaplumas abriendo las cajas torácicas del público. Cuando el sonido es ya inaguantable, unos platillos cortan el espacio, la luz pierde su fuerza y los cuerpos respiran tranquilos. Se acabó.
Ahora cornetas, tubas, trompas y trompetas abren un nuevo acto.
Aparece el payaso con su modesta nariz esférica y roja. Lleva una levita oscura. Está pálido, pero ni mucho menos del color de una hoja. Con esos pantalones azules parece un soldado y se agarra satisfecho los tirantes. Sonríe. Es espléndido. Hace un gesto que demuestra su modestia aunque sigue echándose para atrás con las manos en su pecho. Parece creerse Napoleón. Ahora saluda con una mano, deja caer los brazos y repite un seguido de reverencias. Se incorpora y comienza a gritar. El pobre diablo se tira al suelo y se retuerce como un animal acuchillado. Escupe sangre, vomita. El payaso agoniza sobre su escenario.
Un momento después, se levanta con dificultad de su charco y una vez en pie, salta a girar sobre sí mismo. A la vez va abriéndose en círculos más grandes por todo el escenario. Mueve los brazos fingiendo ser un colibrí, sin embargo aúlla como un cuervo. El cuervo es un animal solitario que nunca forma grupos, dicen unas letras en el fondo superior.
Entonces se detiene. Estalla en un pataleo ridículo, saca la lengua y vuelve a paralizarse. Gira la cabeza mirando como un mimo. ¡Ah!, dice con el dedo en alto. Una serpenteada, tirabuzón y brinca empujando las rodillas hacia los lados. ¡Ta chán! Soy un mono, gruño, os ladro.
Se detiene. Mira hacia todas partes; mierda, no tengo credibilidad, yo era un primate. El payaso revienta entonces en una carcajada maldita. Ríe sin parar y de golpe se mete el brazo furiosamente en la boca y arranca su garganta que palpita en el puño alzado bien alto para que todos puedan admirarla, supura, y por el brazo del payaso resbalan sangre y gelatinas.
Un redoble de tambores le asusta y lanza al suelo esa masa pegajosa.
Mira atrás y se lleva las manos al cuello. Gira desorientado. Sacude todo su cuerpo. Se golpea la cabeza con los puños. Luego se agarra el cráneo y se lanza al suelo. Abre la boca. Ese divertido payaso intenta gritar sin acordarse de que se ha despedazado para la comedia. Entonces, se levanta del suelo.
Va hacia un extremo y vuelve al centro del escenario con un violín. Le saca el polvo con la levita. Sopla sobre el instrumento y saca un arco del bolsillo. Hace sonar su violín. Toca como un expatriado gitano y tras unos acordes deja de tocar para retener en sus ojos unas lágrimas a punto de rebosarle. Acabado el trabajo, se sienta en el suelo y mastica el instrumento hasta reventarse las encías.
El payaso vuelve a ponerse en pie, lanza los restos del violín y andando como un pingüino vuelve al extremo del escenario de donde sale con una pala y camina hasta el lugar donde aún late su garganta.
Se detiene ante ella, prueba a agacharse sin flexionar las rodillas y crack, todas sus vértebras chasquean. Se lleva las manos a la espalda y se frota. Mira al público y sacude una mano para representar el dolor. Sopla. Infla los mofletes. Pero, ¡oh!, exclama tapándose la boca; una idea. Saca un cigarrillo y lo enciende. Se deleita fumando. Mientras tanto se mira las uñas, las muerde, se rasca la cabeza, el trasero, los hombros, hace ejercicios con el cuello. Tras unos estiramientos, se pone a cantar. Después lanza la colilla. Ahora ya puede agacharse y comenzar a cavar. Recoge esa pasta de cartílagos y la planta.
Como resultado, a los minutos brota una nueva voz, más justa, firme y sosegada, pero el payaso, tal y como la toma entre las manos se atraviesa con ella, y así ríe a carcajadas cuando hace sonar con el estómago una o grave y sombría que al poco se cierra severamente como una trampa, cortando de cuajo todo aquello por donde pasa.
Luego, exhausto, se deja caer sobre las rodillas y en silencio, lo contempla todo con nostalgia. Cierra los ojos y se echa a dormir. Un fagot, ese celador, acompaña sus sueños.
Pero, ¡sorpresa! Súbitamente vuelve a abrirlos y se levanta haciendo una pirueta.
Estalla un gong final y saluda al público. Hace exaltadas reverencias y se coge de la cabeza un sombrero que no lleva puesto. Entonces sonríe y cuando cae el telón se marcha cabizbajo. Es un hombre abatido, pues todavía sigue sin distinguir el terror de la alegría.