cuentos de los días sumergibles


Patrick Hoelck


Unos días antes de conocer a nuestro inspector, Hans recibiría una llamada telefónica algo controvertida. Preparaba un salteado en la cocina, cuando sonó el timbre y al descolgar escuchó la voz de Marta Cavalucci, la ondulante y líquida voz de la Cavalucci, mujer de succión y de cumplidos con la que había tenido el placer de trabajar codo con codo, que le invitaba a una cena en casa de Elena Bern, una reconocida periodista. Pero Hans, desconcertado con aquella inesperada cita, no supo qué decir. Se disculpó unos segundos por haber descuidado el fuego y volvió al auricular para aceptar la invitación, aunque su convencimiento no sonara demasiado firme. De hecho, Hans desconocería los motivos por los que había aceptado asistir tan deliberadamente, así que aquel descuido volvería a detonar lo inevitable.
Defraudado consigo mismo se dejó caer en el sofá y, pensativo, trato de buscar los argumentos que le habían llevado a asentir y comprometerse.
––No es bueno precipitarse ––le dijo la Personalidad nº 1 mascando una zanahoria.
Sin embargo, Hans despacharía pronto a la entrometida.
––Largo ––sentenció. ––Estoy intentando pensar.
Imaginó entonces la casa de Bern llena de cuadros y diplomas y estatuas y sintió escalofríos. Después se concentró en los amigos de Marta y recordó que todos eran unas amables hormiguitas tan honradas como estúpidas, pueriles, realmente insípidas la mayor de las veces, pero buenas personas al fin y al cabo, y por otro lado, no tenía nada que hacer ese día. Hans consideró que eran razones suficientes para no seguir torturándose con algo tan insignificante. No obstante, sus píldoras volverían a servirle las dudas en bandeja.
––No sabemos quien va ––insistió la nº 1.
––Calla.
––¿Qué se celebra? ––preguntó la nº 3 sacudiendo un sonajero––. ¿Disfraces?
Hans advertiría así que desconocía los detalles de la cena; no había preguntado por los demás asistentes ni sabía el por qué de aquel banquete, y desde luego no estaba al corriente de cómo llegar al lugar ni de cómo vestirse. Así que algo avergonzado tomó el teléfono de vuelta y marcó el número desde el que le habían llamado.
––¿Marta? ––preguntó vacilante al escuchar una voz. Poco después colgaron. ––Qué extraño ––musitó.
––Es un marido celoso ––apuntó la tercera, y añadió entre risas saltarinas como truchas––: un cornudo, un cornudo.
––Pero qué dices, idiota; me he equivocado de número ––resolvió Hans.
––Marta tiene un cornudo, un rey, un marcapasos, está secuestrada por vacas.
Hans no entendía nada.
––¿Qué dices?
––El señor del teléfono es un gladiador, un marido, un cornudo ––seguía diciendo. ––Un cornudo, un cornudo.
La Personalidad nº 2, cansada de aquellas tonterías, se interpuso entre los dos como un fino biombo e instó con autoridad:
––Ponle un trapo en la boca a esté simio, Hans.
Pero éste no quiso escuchar más y amenazó con amordazarlas. Entonces, una vez se supo solo decidió volver a llamar.
––¿Marta? ––preguntó al comunicar.
––No ––dijo la misma voz colgando después.
Hans se sintió indignado.
––¡No, qué!
La Personalidad nº 3 bajó la vista del cielo y sin dejar de tararear como lo hacía, se volvió hacia él.
––No, qué. No, qué. ––repetía. ––No se llama Marta. No quiere ya más Martas. Dice no a las Martas. Una Marta el corazón le arañó y las cuentas del banco le arrancó. No, qué. No puede hablar de Martas. Ay, zarrapastrosas. Martas grandes y afanosas. Con abrigos de pieles y ventosas.
––Déjalo, pequeñín ––le cortó Hans. ––No voy a ir de todas formas.
Tras escuchar aquello, la segunda apareció de golpe clamando como un loco y pateando las paredes para desahogar su exaltación.
––¡Cómo que no! ––gruñía. ––Cómo te atreves a decir que no.
––No me gustan estos juegos. Nos quedaremos en casa.
––¡Pero qué juegos! ––chistó aquella, y llevándose las manos a la cabeza repetía enfurruñada: ––Idiota, idiota, idiota.
––¡Cállate o te hago tragar una estaca! ––le gritó Hans.
––¡Y no vuelvas más! ––agregó la primera con despecho––. ¡Fuera! Nosotros lo pasaremos en grande. Tomaremos vino y galletas y fumaremos y escucharemos piezas de música. Pensaremos en grandezas.
––Mariquita ––le respuso la nº 2 enseñándole los dientes, y acercándose lentamente a Hans, susurró: ––Y tú eres una sabandija: ¡GALLINA! ––le gritó entonces fuertemente al oído. Hans se tambaleó. ––¡Cómo no vas a ir a esa cita, maldito imbécil! Un lugar lleno de mujeres bonitas, perfumadas y comestibles. Hay que ser idiota.
––Es una señal. Una señal ––repetía la tercera mirando al cielo. ––Una clave secreta. Una señal.
––Mujeres hermosas, brillantes ––sugería la nº 2––, ricas, Hans, me oyes, tremendamente ricas.
Nuestro amigo empezaba a sentirse incitado con aquel panorama.
––Verán lo qué es la grandeza. Todo un jardín de estatuas y nosotros nos las follaremos como dioses una a una. Caerán fulminadas. Desataremos ríos de plata, Hans. Ellas lamerán nuestras huellas y los soldaditos de plomo caerán derretidos. Verán quiénes somos. Qué me dices.
––Está bien ––contestó Hans. ––Iremos.
Aquella empezó entonces a reir y saltar y aplaudir frenéticamente, orgullosa de su poder de convicción. No obstante, la tercera, ahora en silencio, seguía mirando al cielo con ademanes de astrólogo. A Hans le extrañó aquella afonía repentina.
––De todas maneras no tienes su teléfono ––murmuró desdeñosamente la nº 1 sacándole de sus pensamientos.
––Eso es cierto.
––Pues déjalo entonces, Hans. Ya lo habías decidido.
––Es una señal, una señal ––proclamó la tercera brincando otra vez como un payaso.
No se habían dado cuenta de que la nº 2 no estaba con ellos. Esta, apartada de aquel coro de insensatos, apretaba los puños en una esquina y enrojecía como un demonio hasta que, no pudiendo sostener más su indignación, estalló como un cohete delante de los necios.
––¡Bobadas! ––rugió la bestia––. ¡Sois idiotas, deficientes! ¿A qué viene tanta torpeza? ¡Infórmate Hans! ¡Pregunta, que para eso tienes boca! Muévete, detestable insecto de porcelana. Habla, busca, olfatea. Mierda. ¡El cielo, estúpido! El cielo nos aguarda!
Hans, que se había descubierto estrujándole el cuello a la nº 1, las apartó a todas de un manotazo.
––¡Callaos de una vez, gusanos! ¡Ya está bien! Voy a ir porque se lo he dicho.
––Bien ––apuntó la segunda––. Ahora acuérdate de llamar
––También va por ti, inmunda sanguijuela ––sancionó Hans. ––Ahora os vais a callar todos o perderéis vuestras cabezas.
Se dirigió entonces a la cocina y acabó de preparar la cena que no pudo comerse. Sacó después una cerveza del refrigerador y volvió al sofá en el que se replegó hasta caer dormido. Una hora después sonaba el teléfono como una alarma de evacuación.
––¿Quién es?
––¿Hans? Soy Marta ––decía la voz sinuosa del otro lado. ––Te paso a recoger mañana a las siete. Había olvidado decírtelo. Elena está deseando conocerte después de haber leído cosas tuyas.
––Bueno ––dijo Hans. ––Compraré un buen vino.
––Perfecto. Celebraremos su ascenso a directora de canal. Enseguida pensé en ti. Seremos unas doce o trece personas. No tardes mañana, ¿de acuerdo? Adiós, amor.
––Hasta luego.
Y Hans se alcanzó un cigarrillo después de colgar y envanecido fumó con satisfacción, complaciéndose como un rey. Sólo podía escuchar el chasquido de la lumbre al aspirar y la música del tocadiscos. Nada más podía surgir del momento en el que todo se terminaba. Nada de voces ni de aullidos. Nada de inquisiciones. Aquel momento era la paz.


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