cuentos de los días sumergibles


Tenía la boca sucia, los ojos caídos, la ropa manchada de cal y de arena y de pisadas. Llevaba el pelo desbaratado y algo encrespado. Una cabeza expuesta a la humedad y el sudor no puede arreglarse con un peinado difícil, pero yo daba señales de haberlo intentado con un lamentable resultado.
La ropa por fuera, descuidada y pobre, era mi orgulloso complemento.
Paseaba con la barbilla adelantada y la mirada me saltaba vacía de un lado a otro con las oscilaciones de mi cuerpo torpe y pesado. A veces me detenía de repente porque había clavado el pie sobre la acera y acababa tropezando, entonces soplaba sonoramente, reanudaba mi paso de pingüino de latón hasta que volvía a clavarme en el suelo y otra vez lo mismo.
Había gente a la que le repugnaba cruzarse conmigo, otra me observaba de soslayo y murmuraba "qué pena". Los niños cambiaban de acera a mi paso. Era a todas un ser último. Un infame payaso. Al andar me acercaba tanto a la pared que me restregaba en ella para no caerme y cantaba canciones que no podían entenderse.
Así dí con una peluquería en cuya entrada había colgado un cartel: "se buscan modelos de peluquería". Y entré.
Una pelirroja llena de anillos vino hacia el mostrador en el que me había detenido y me preguntó en qué podía ayudarme.
-Vengo por lo del anuncio.
Ella me miraba con gesto de no haberme entendido bien.
-El de los modelos de peluquería -añadí con la seguridad del que habla de evidencias.
La chica tardó unos segundos en reaccionar.
-Esto... sí, eh... vale, espera -balbuceó mirando en todas direcciones-. Espera que busco los formularios.
Entonces marchó al interior del local cruzando una cortina oscura. Cuando salió, una señora mayor que ella, con moño de institutriz y largas uñas pintadas, le acompañaba. Tenía la pinta de ser la dueña de la peluquería. Supuse que la pelirroja estaría asustada porque se quedó junto a la cortina.
-¿En qué puedo ayudarte? -me preguntó con la voz más educada y la sonrisa más estúpida y rígida que hube visto nunca.
-Vengo por el anuncio de modelos de peluquería.
La mujer volvió a sonreírme lacónicamente, se colocó las gafas que le colgaban del cuello y alzó la cabeza para mirarme bien. Una mueca repugnante se cruzaba ahora por su rostro. Devolvió sus gafas al pecho.
-¿Tienes experiencia?
-Sí, señora.
-¿Dónde?
-En una agencia de modelos de peluquería -repuse sin saber hasta dónde llegaría la farsa.
-¿Cuál?
Miré rápidamente a mi alrededor y repetí el nombre de un cartel que había junto a un espejo.
La señora se mordíó el labio y miró a los demás clientes que nos obserbavan desde sus sillas.
-Bien -se volvió hacia el mostrador y sacó una hoja-: necesito que rellenes esta ficha con tus datos.
-¿Tiene un bolígrafo?
Entonces escribí las respuestas más irrazonables que se me ocurrieron en aquel momento: me llamaba Otero Toscano y Vidente; tenía veintiún años; vivía en Haití pero por motivos profesionales residía en la ciudad; hablaba inglés, español, urdu, bengalí y coreano; me había diplomado en logopedia y fontanería; había trabajado en los astilleros, en los supermercados de Lyon vestido de cebolleta y en la pasarela Cibeles; entre mis intereses estaban la fotografía, los campeonatos de polo y la elaboración artesanal de quesos; y mis objetivos profesionales eran liderar la clasificación del tennis mundial con un saque arrollador. Firmé con las siglas O-O-E y le devolví el formulario.
-Gracias. Ya te llamaremos.
-Muy bien -le dije- Quiero que sepan que estoy muy interesado en el puesto.
-De acuerdo. Muchas gracias.
-Por favor, a usted -dije apretándole la mano-. ¿Cuándo cree que me llamarán?
-Pronto -contestó con ansiedad. Desde luego estaba impaciente por echarme de allí; comenzaba a importunarle seriamente.
-Más o menos, cuánto. Para calcularme un itinerario.
-Estamos haciendo ahora la selección. En un par de semanas aproximadamente lo sabremos. Si no te decimos nada es que no te han escogido.
-Preferiría que me llamaran para una cosa u otra.
-Dependerá del número de candidatos.
-¿Es porque soy feo?
Aquella pregunta acabó por sonsacar definitvamente su auténtica cara. Palideció, miró al suelo, redujo su arrogancia al mínimo y titubeó unos segundos.
-No tiene nada que ver con eso, verás...
La miraba fijamente esperando de ella otro anuncio más comprometido.
-Te llamaremos, no te preocupes -añadió después y dejando la mano sobre mi espalda trató de llevarme hasta la puerta.
Me volví hacia ella.
-Sé que usted piensa que soy feo, pero...
-Oh, no, no, ni mucho menos -interpeló asustada.
-Sí, sé que lo piensa, lo veo en sus ojos, qué feo dicen sus ojos, pero soy encantador y educado y he estudiado mucho, ¿y eso no vale? ¿Eh? ¿No es importante?
La mujer negaba contínuamente con la cabeza y apretaba la boca.
-¿Es mi pelo, quizá? ¿No le gusta mi pelo? Me lo puedo alisar si quiere. Mire...
La vergüenza de aquella mujer parecía tener una temperatura independiente.
-Si es por esta chaqueta mañana vengo con frac, se lo juro.
-No hace falta, por favor, te llamaremos, no te preocupes.
-¿Aún cree que soy feo?
-No, ni antes tampoco. Por favor, tenemos trabajo.
-Vale. ¿Pero piensa otras cosas ahora, verdad? ¿No? ¿Me llamarán entonces?
-Sí.
-¿Cómo?
-Por favor, debo pedirte que te marches ahora. Te digo que te llamaremos, ¿de acuerdo?
-Me he olvidado de apuntar mi teléfono.
-Por favor.
-¿No me llamarán?
-Debo pedirte que salgas de aquí ahora.
-¿Puedo invitarla a un pedazo de tortilla, señorita? No ahora, por supuesto, sino luego. Tenemos que hablar de mis proyectos, no, de nuestros proyectos. No se lo puede ni imaginar. Cajas de autopeinado, usted mete la cabeza dentro y ¡voilá!, tiene usted otro look. Cajas de autopeinado, ¿entiende?
La mujer miró a su asistenta.
-Lourdes, por favor.
-¡Señora! Me da la impresión de que no me está escuchando. Tendré que acudir a la competencia.
-Tengo que pedirte que te marches de aquí ahora o llamaremos a la policía.
-Me gusta mucho su peluquería, ¿sabe? Tiene estilo, es verde. ¿Le parece bien si mañana vuelvo a pasar y hablamos más detenidamente? Me parece que está usted desatendiendo a sus clientes. No querría molestarla. No se preocupe, mañana seguiremos conversando. ¿A la hora del almuerzo te va bien? No te importa que te tutee, ¿verdad?
Aquella señora comenzaba a arrugarse aturdida con la impaciencia y seguramente, con el sentimiento de su peligro.
-De acuerdo entonces -añadí rápidamente-. Mañana volveremos a discutir nuestros proyectos. Me ha encantado hablar contigo.
Volví a estrecharle la mano efusivamente.
-Ha sido un placer. Muchas gracias por tu tiempo. Hasta luego, Lourdes -dije agitando la mano hacia la pelirroja-. Entre tú y yo -susurré aparte a la señora-, es bonita pero le falta carácter.
Me excusé, dí los buenos días y crucé la puerta. Cuando salí de allí no pude detener la risa durante horas. En aquellos tiempos era divertido desnudar a santurrones y fariseos. Cuando la sed no era todavía un problema.

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