cuentos de los días sumergibles


Mi credo

Está bien, admitámoslo; soy un adicto. Estoy enganchado al sexo, al tacto del papel, al saxofón, al hashish, al amor... ¿Miles de adicciones hacen de mí un siervo de la naturaleza o algo así? Soy adicto a la melancolía, al alcohol, a los instrumentos de cuerda, a la escritura, al aire fresco, al chocolate; estoy sujeto al fanatismo de los palillos para las orejas, al fracaso, a las incertidumbres, al aislamiento; soy un incondicional de las caricias, del olor del pan recién hecho por las mañanas, del miedo, del fuego, del vino; enganchado a la risa, a la cama, a los vasos de cristal, a caminar descalzo, al ron, a los árboles de las ciudades, a las alucinaciones, a la condenación y a la gloria de todos mis actos… La lista es larga.
Una adicción puede ser algo peligroso pero no es atroz. El truco está en sacar un buen juego de combinaciones. Hay que intercambiarlas, no colmarlas del todo y andar relevándolas. De otro modo podrías enloquecer. Te volverías un perturbado, un borracho, un mendigo, un estúpido, serías carne de hospital o te encerrarían con un montón de chiflados como tú.
Invariablemente soy un adicto. Me vuelvo ausente o arisco si no satisfago mis adicciones, ya dejaron de ser apetitos. Ya no hay vuelta atrás; la vida, todo lo que contiene este mundo, en cualquier momento puede convertirse en una sustancia adictiva, incluso el infierno.

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