cuentos de los días sumergibles


Carta de amor IV

Erwin Olaf

Maldonado, querido mío, bastardo sublime, escúchame bien porque no deseo repetirme más: huye, vete lejos donde tus gritos acaben sumergidos bajo el lodo. Tú eres el desmembrado, mi vida, tu orgullo se ha deshecho como la ceniza, el estómago aún te arde vacío y enroscado a la faringe. Todo tu cuerpo es una asfixia. Me apiado de ti, hermoso engendro de la perversidad, me apiado de tu tiempo, tan lento y lleno de despojos. Tu poder es enorme, lo sé, menos para mí. ¿Recuerdas cuando tomaste aquel pobre cisne entre tus manos y le retorciste el cuello? Fue horrible. Te empeñabas en considerar hermoso el color verde que se le quedaba al animalito. La muerte es una esmeralda, decías. Y yo te escuchaba. Pero esta vez no, cariño mío, fruto de la miseria, ahora no vas a convencerme. Te he parido, te conozco, sé lo que anhelas pero no podrás contar conmigo. No quieras tu destrucción, mi amor, no voy a darte ese privilegio. No te arrancaré la culpa. Arrástrala.
Soy una mujer, Maldonado. Sabes que tanto damos la vida como la arrebatamos. Conoces el sabor de mi desprecio, es demasiado amargo incluso para ti. Tu desdén se fundiría ante mis ojos. Tan débil es.
No, corazón de las zarzas, hermoso infame mío, el hijo que llevo dentro crecerá más fuerte que tus propias raíces. No habrá rastro alguno de dolor en su semblante. Tendrá gracia e inteligencia. Será veloz y yo seré quien le inspire su hermosura. Nadie sabrá que tuvo un padre. Hará de tu maldad un sueño de la conciencia. Teme el día en que le veas porque su sola mirada te oprimirá los pulmones hasta hacer una línea tan delgada que te arrodillarás humillado. Sé que no necesitas respirar como los otros, eres inmenso y tu poder una furia, pero como todos también eres estúpido y has errado como un desdichado perro tuerto. En mi vientre dejaste de vivir.

Con amor,


Blanca

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