La enfermedad del primero
02 abril 2005 ¿Qué es el esfuerzo? ¿Poner empeño? ¿Pelear por la conquista de cualquier cosa? Suele entenderse como una honrada implicación en algo y se aplaude. El esforzado es un héroe. Todos con el esforzado, con el afanoso, el gorila, el campeón. Pero sólo si consigue lo que quiere y se impone como un soldado. Entonces sí. Del testarudo al esforzado, del soñador al invicto, del iluso al deslumbrante conquistador. Fina impostura, pienso yo. Cuánto barro. El esfuerzo no vale en los pequeños gestos ni en los falsos medios sin trofeo. Sólo tiene sentido una vez que se consigue algo, dinero, posición, admiración. Curiosa masturbación de nuestros días.
¿De qué sirve aplicar tus fuerzas en algo en lo que converge la desidia de otro? Se queda en nada. Lo que uno pone, otro quita. Cuánta gente se habrá esforzado en algo y ha acabado por sentirse idiota. Haced cuentas. Así funciona. En las ciudades llenas de prestamistas, rapiña y basura, el esfuerzo de uno es la oportunidad de otro. Haces y otro deshace. Tienen suerte los que pueden sumar fuerzas, pues al final sólo nos queda, como mucho, sumar las leyes de la física o los intentos por violarla.
Frecuentemente me encuentro con personas que se preguntan qué merece la pena, o qué les merece, qué pueden exigirse. Bien, no es necesario hacer balances. Nos han vendido el esfuerzo como una consagración, la avenencia necesaria para obtener una vida de riquezas. Somos la generación que hipotecó su energía. Nos dijeron: estudia y serás, trabaja y tendrás, obedece y mandarás. Iros a la mierda. El esfuerzo, ese empeño, es la dignidad del pisado. Esfuerzo es una palabra frívola. ¿Qué acoge? ¿Qué delimita? El esfuerzo es asunto de uno mismo. Nadie más puede graduarlo, así que déjense de reconocimientos; sólo uno mismo puede forcejear contra el asesino. Todo lo demás es una trivialidad. Pasteles y confetti. Un auténtico empacho.