cuentos de los días sumergibles


El exceso

Floris Andrea


Era la una de la madrugada cuando me llamaron al teléfono. Fijé el sitio y la hora de la cita, y colgué desvistiéndome hacia la ducha. No había mucho tiempo.
El olor a frutas era intenso, puse el agua caliente y me froté con esmero. Lo canté todo y me cepillé los dientes. Después abrí el agua fría, saqué una toalla, la espuma de afeitar e hice una lista extensa de notas y de maldiciones en mi cara. Fuera del vapor que me envolvía sólo existía la música y se estaba realmente bien, pero tenía que salir, al fin y al cabo hay otras cosas aparte de uno mismo, así que abrí el ropero y me puse mi mejor traje. Preparé las llaves, el papel, el tabaco y me abroché las botas. Dejé en el living un regusto a albaricoque y a prisa, y bajé las escaleras, de dos, de tres, salté al rellano y caminé despacio, como aquel que se ha dejado el reloj en la mesita de noche y cree que el tiempo se quedará detenido junto a la lámpara, encima de algún libro apunto de ser terminado.
No había cruzado la acera cuando me encontré a unos viejos conocidos. Nos dimos la mano, nos obsequiamos con varios entusiasmos, risas, segundo apretón de manos y nos prometimos unas cervezas. Cuando me alejaba saqué el teléfono del bolsillo de la chaqueta y advertí de mi retraso. Ya mismo estoy allí, dije. Como un sereno optimista.
Saqué las llaves del coche y me metí dentro, sacando, lo primero, una cinta al azar de la guantera. Viejos cassettes que recuerdan a otra época, una que no ha sucedido en el espacio, muy amplio por cierto, de mi coche. Sonó Adam and the Ants. “A new royal family, a wild nobility, we are the family”. No sé por qué me puse a reír, tal vez porque aquel tema me resultaba divertido o porque el coche no arrancaba, pero me lié un cigarrillo y me puse a cantar. “No method in our madness ––y rugí––, just pride about our manner ––y aullé–– . Y en estas que volví a darle al contacto y el coche arrancó y me puse a reír aun más y abrí la ventanilla para ver bien las persianas bajadas, la luz naranja de las farolas y las niñas borrachas que se aplomaban en las aceras.
Bajé por la carretera y paré en una gasolinera. Cuando subía el freno recibí otra llamada. Ya asomaba la impaciencia, así que prometí doblar el límite del cuentakilómetros si era necesario. Fui a la ventanilla y le pedí al dependiente diez euros de súper. Esperé a que sacara lo que había pedido y él esperaba a que le pagase y estuvimos en un corto silencio mirándonos como dos duelistas. Entonces me acordé de estar en una gasolinera y no en la panadería, así que le di el billete y esperé el cambio aunque no hubiera ninguno que dar. El tipo se estaba poniendo nervioso. Bonito mono naranja, le dije, y le deseé buenas noches. Y otra vez. Bajé el freno, puse una cinta de los Echo, y me las ingenié para arrancar.
Era como viajar en un velero por el mar de las sedas. Yo cantaba y buscaba el desvío hacia la autovía. Empezaba a hacer calor y era agradable el fresco que entraba de afuera. Entonces pasaba por el último cruce hacia la salida cuando un imbécil aceleró en la perpendicular y me embistió por un lado. Se torció la inercia y mi coche acabó empotrado contra el muro de una fábrica. Miré el aspecto del coche y era deplorable. Yo le tenía cariño, aunque fuera viejo y le costara arrancar. Era una pena, pero era así. Y adiós a la noche. Ni siquiera se me ocurrió llamar para excusarme. Sólo pensaba en acabar con el papeleo para irme a tomar un bourbon al pub que hay dos calles más arriba de mi casa.
Cuando llegué me sorprendió que no cobraran entrada siendo festivo, al menos eso tenía entendido, pero lo comprendí visto el servicio de barra, mujeres tan hermosas como estúpidas, que por más que las llamara ninguna venía a preguntarme qué iba a ser. Como estaba seco aproveché el despiste de un tipo para robarle el combinado que acababa de pedir, aunque se lo devolví con el mismo sigilo dado que no sabía a nada. Me encendí un cigarrillo y miré a la gente como si todo lo que allí había no fuera conmigo.
De entre todos distinguí a una chica que me resultó diferente a todas. En realidad solamente me pareció sexy y yo soñé con ella en una pelea de sábanas, pero después se acercó a mí y me demostró que tenía algo más. Era bajita, llevaba el pelo recogido en una sencilla coleta rubia y tenía una insólita mirada de distancia en los ojos. Por eso mismo me pareció erótica, pues esas miradas de desdén y de frialdad son hipnóticas. Se arrimó a mi oído y me preguntó por qué estaba allí solo. Se llamaba Libia. Yo le ofrecí un pitillo que no rechazó y le conté que acababa de salir de un peligroso accidente en el que casi pierdo la vida si no fuera por mi extraordinaria agilidad y determinación. Di otra calada y apoyé los codos sobre la barra, como un elegante macho. Libia rió. Le había resultado divertido. Te comprendo ––me dijo––, a mi me ocurrió una vez lo mismo. Y sólo con eso ya seguimos conversando hasta que cerró el local, y aun después de cerrar seguimos hablando y paseamos por las calles, y nos reímos, nos besamos y nos tocamos, y aunque ella parecía muy dispuesta e incluso parecía excitada, estaba fría, y aun a pesar de sus gestos de perversión y de sensualidad en la boca, lo dejé estar, pues cuando alguien verdaderamente está estimulado, abrasa. Solamente me he dado cuenta de todo cuando al llegar a casa esta tarde, he visto en mi puerta una corona de flores.
R.G.

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