cuentos de los días sumergibles


Llegué a Madrid al mediodía en un vuelo directo desde Barcelona. En el aeropuerto de Barajas me lanzaron los perros como si fuera un traficante. Tal vez en aduanas me vieron cara de estudiante, lo que equivale a algo parecido a un terrorista; prejuicios de la gente uniformada. No detallaré el mecanismo de esconderse una piedra de hashish entre las piernas, sólo mencionaré el sudor seco y contenido del que disimula, porque de alguna manera, jugar al expreso de medianoche tiene su gusto. Me hicieron un registro exhaustivo, una mujer con guantes de látex hizo correr sus dedos por todos los fondos y los bajos, la gente se agolpaba tras el detector de metales, y la faena no duró mucho más de un par de minutos: estaba tan limpio como una colada recién hecha. Me quedaban pues unas horas para embarcar hacia Argentina y una buena reserva de porros con la que acabar bien fumado, lo suficiente como para no notar las doce horas de vuelo que me esperaban sobre el Atlántico. No me gusta volar, apenas puedes moverte, todo se reduce y todo te aprieta. Aunque están las estrellas, enormes constelaciones de estrellas donde dejar colgados los delirios como sacos de carga.
Fui al Retiro y eché la tarde sobre la hierba, fumando y leyendo a Bolaño. Cuando debía volver al aeropuerto aún restaban unas chinas de aquel peñasco celestial y no quise poner a prueba al azar facturándolo hacia las Américas. Entonces conocí a la pequeña Claudia. Ella leía unas hojas sobre el césped sentada frente a una compañera.
––Hola, chicas. ¿Alguna de las dos fuma lo mismo que yo? ––les pregunté señalando mi canuto. Las dos se miraron extrañadas.
––Ella ––respondió su amiga.
––Pues tengo algo para ti ––y saqué del bolsillo aquella piedra con olor a cielo.
Comenzaron a reírse. Claudia se llevaba las manos a la cabeza y parecía la invitada de un programa de televisión, sorprendida por las cámaras con un regalo inesperado. Entonces vino hacia el seto de dónde yo había salido como un duende del parque.
––Pero haz alguna pirueta. Gánatelo ––le dije. Ella seguía sin creérselo y reía.
––¿Cómo puede ser? ––me decía––. Explícamelo.
Entonces le dije que me iba a las Américas a probar fortuna como lanzador de antorchas, y no podía llevarme aquello conmigo.
––Me llamo Claudia ––me dijo al tiempo que me daba un beso en la mejilla.
––Yo Baltasar ––pronuncié.
––Es un rey mago ––explicó su amiga.
––En realidad soy el conejo de la suerte con el que todas las niñas habéis jugado alguna vez. Sólo sé besar. Pero con los años me he vuelto ambicioso y ahora ofrezco premios para fomentar el juego.
Su amiga sonrió coqueta y yo miré la mirada de Claudia. Siempre me han sobresaltado los ojos negros.
Entonces volvió a besarme, esta vez en el epicentro de mis labios cortados, y su sonrisa era enorme. Casi me hacía ilusión que fuera ella quien se fumara todo aquello.
––Cuidado, Claudia ––le dije––, mi vicio está en tus manos. Haz buen uso.
Nos despedimos y tomé el metro hasta Barajas.
Allí conocí a Roberto y Mariana, un matrimonio argentino que me dio indicaciones para voltear Buenos Aires a mis anchas, y hablamos de vinos. Buenas personas.
Embarqué a las diez, y durante la cena en el avión conversé con Matías, un español exiliado al que le habían quebrado tres negocios en sólo cinco años. Su hijo vivía en Costa Rica, y hacía el mismo tiempo que no lo veía ni hablaba con él. No quise saber por qué y me puse a escuchar música hasta caer dormido.
Ahora bebo cerveza en una casa de Palermo, con un par de mexicanas, un argentino y un francés. Pero esto es otra historia.

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