cuentos de los días sumergibles


Hoy he hecho la vertical contra una columna de hormigón recién pulida del patio secreto de las palmeras, y antes de que volviera a una posición normal, me ha parecido que todo estaba bien, como si fuera el mundo justo, tal y como lo recorremos, el incorrecto. Como si tocar el suelo sea no más que el efecto de inversión de un cubo movido por otra persona en cualquier otra parte.
Quiero decir, tal vez pudieramos estar existiendo únicamente en pequeños receptáculos desperdiciados por una acera desconocida pero interminable. Quizás la patada, apática o generosa, que le damos a una lata en la calle del Bruc, sea el terremoto humillante que sacude el universo entero de un tipo que trabaja en el museo de Budapest; como si el niño que corretea por una plaza de Pekín aplastase descuidadamente una pequeña caja de cartón abandonada en el suelo que, en realidad, es la vida de una dependienta de Hamburgo que se precipita así súbitamente hacia un abismo sin retorno.
No estoy seguro de que esto sea exactamente lo que es, nadie puede estarlo, todo resulta tan rotundo que es dificil no pensar que las causalidades son no más que una broma pesada.

Por otro lado, sé que mis compañeros de comedia hablan demasiado alto, así que no les tenga en cuenta. Ellos, un día cualquiera de un julio cualquiera, en una población privada de brisa, se echaron a hacerle fotos a alimentos mohosos, quesos podridos y verdura macada, reclamando perjuicios éticos, así que no los contemple ni se encare con ellos.
Fuera de sus contextos, y aún encima de ellos, no hay nada que hagan y no sea una historia tan ridícula como entrañable.
Mis compañeros de comedia se lanzan como perros hambrientos a sus pesquisas.
Lo hacen todos los animales del mundo.

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